martes

La manzana cuadrada


Matadura recuerda el día en que una mañana despertó y vio que bajaban rejas y rejas de un camión. Pensó en la obstinación de la policía. Como no lo podían llevar preso, le traían la cárcel. Prisión domiciliaria, les gritó hasta cansarse a los empleados municipales que llevaban uniformes amarillos. A la hora del mediodía, compartió con ellos unas costeletas a la parrilla. Como pronosticaron en el almuerzo, la plaza en una semana quedó enrejada. A la noche, sentado solo en un banco ubicado en el centro de la plaza, Matadura imaginó por primera vez lo que debe sentir alguien que enreja su casa por temor a ser asaltado. Se sintió más poderoso que nunca. Si lo habían encerrado, como se encierra a un delincuente o a un animal salvaje, es por el daño que es capaz de cometer. Ese día entendió a los tigres del zoológico.


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El verano aquí es cada vez más verano. Del mismo modo que el invierno es cada vez menos invierno. Por otra parte o por esto mismo quizás, la primavera y el otoño, que siempre han sido vistas como estaciones de transición -como si tuvieran menos realidad que el verano y el invierno- de unos años para acá radicalizaron su esencia. Tanto es así que sus rasgos están adheridos al tránsito de un modo que es casi imposible advertirlos. Ver la primavera es tan difícil como contar las ventanas de un tren que ya se echó a andar. Y sin embargo, también podría decirse que ahora la primavera es más primavera que nunca. Y exige un plus de esfuerzo subjetivo para acertarla en ese declinar del invierno en el verano. Desde que esto sucede, cuesta llamarla estación. Tan esquiva al reposo y a detenerse es la primavera que quien la espera llegar ni siquiera la verá pasar. Por ello, es preciso leer poesía. La sensibilidad de los poetas, perturbada por el menor cambio, abre con su literatura caminos para conectar con la primavera o el recuerdo de ella. Adjetivándola como lo hacen ellos, uno empieza a adivinarla. La primavera es a veces sólo eso, un anticipo.
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Nadie agradece más que Matadura el leve cambio de temperatura que empieza a proponer el sol esta mañana. La variación es mínima e imperceptible. Ni los termómetros registrarán la diferencia. En cambio, para la percepción de Matadura se trata de un acontecimiento. Su cuerpo es capaz de ubicar los matices -y son muchos- que van de un grado a otro. Sabe que a veces cuando la temperatura asciende, está en realidad tomando envión para zambullir un descenso brusco. Por eso hace tiempo que no hace caso al consejo de los grados. La temperatura no está en los grados. Varía para cada uno. Sucede en esa relación entre los cuerpos. Si decimos que hacen tantos grados, es porque la temperatura se va haciendo en ese entramado de relaciones. Y en ellas, de un modo u otro, todos participamos.
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No mentiría si dijera que él forma parte de esas variaciones. Mejor dicho, está en ellas. Lo que es menos comprensible, es la cantidad de abrigo que lleva puesto en verano. Dos pares de medias, mínimo. Un jogging abajo del pantalón. Cubren su torso un número ya indefinido de remeras y camisetas. De quitárselas y ponérselas todas juntas sólo para higienizarse, esas prendas abandonaron sus particularidades de color y género. Conformar ahora una malla de tela de una sola pieza. Remite, sin exagerar, a las que se utilizaban en el Medioevo debajo de las armaduras de hierro.
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Hace ocho años Matadura duerme en la calle, hace cuatro en la plaza. Su susceptibilidad a las variaciones de temperatura, tienen que ver con una progresiva agudización sensible. Como suele decirse de los ciegos, que por perder el sentido de la vista mejoran la audición, en el caso de Matadura por perder el trabajo ganó en lo táctil.
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Son pocos los que además de Matadura, observan y sobretodo sienten, estas redistribuciones de sustancia. Esos desplazamientos ontológicos que los filósofos sospechan. Su vida a la intemperie le otorga este privilegio y condena. Una vida -la de Matadura- que está a la intemperie de todo. A las políticas sociales, para empezar. La desposesión lo liga íntimamente con lo exterior. Indisolublemente, para adverbiarlo. Por eso cuando se lo ve pasar el día entero sentado junto a su carrito sin franquear el perímetro de la plaza, se podría pensar que una vida no podría ser más aburrida. Sin embargo, sería ingenuo creer que Matadura está ahí o sólo ahí. Él está sucediendo en todo, en todo a lo que se supo asimilar. Desmantelado de sí, Matadura pertenece a las cosas. Es el pasto que la prepotencia de las bordeadoras municipales no logran domesticar en césped. Está en el subibaja quieto. En la hamaca que intenta acoplarse al faldeo del viento. Prende a las raíces que se intuyen a veinte metros del árbol del que parten. Y como si fuera poco sucede en las piedritas del sendero que organizan el paseo, en la arena seca y en la húmeda. Por eso a veces siente que es Dios.
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Los que ven a Matadura tienen la sensación de que la vida lo pasara por un costado. Y nada es más cierto. Es como si se circunscribiera todo el tiempo. Vivir para él es un bordearse constante desde el exterior. Por eso si lo tuviéramos que imaginar, deberíamos representarlo como un agujero. Ahuecado como todo agujero, Matadura es además objeto de todas las cosas. Cuando decíamos que la vida pasa por afuera de él, es entonces porque Matadura también vive fuera de él. Algo de esto deben también rozar los policías que repetidas veces intentan llevarlo. La fuerza con que Matadura se resiste a ellos pareciera no partir sólo de sus brazos y piernas. Pareciera que la plaza no quisiera desprenderse de él. Sería más fácil sacar un árbol. Es -como dijo en alguna de esas oportunidades un oficial- más difícil que mover el piso de lugar. Y su persistencia en la plaza es el argumento irrefutable de la relación que tiene Matadura con las cosas. Viéndolo se comprende sin advertirlo lo que los griegos llamaban phisis.
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A un costado suyo, además de la vida, siempre a una distancia que no supera el largo de su brazo, estará el carrito. Un tipo de carro que suele utilizarse para transportar valijas sin rueditas. Porque más que un carro es la forma de uno. Apenas unos fierros que organizan la arquitectura de un vacío. De este modo, el contenido transportable es tan amplio que sólo lo limita el peso que soportan las rueditas. Éstas suelen ser de materiales plásticos que se gastan rápidamente si se realizan largos traslados. Sin embargo, al desplazarse siempre apenas lo justo y necesario, Matadura prolonga su vida útil. Lo que ocupa casi todo el carrito es un parlante. Tiene la dimensión y potencia de un amplificador de bajo. Como le dijo el de la electrónica que lo arregló y le hizo la conexión para una radio portátil “este bicho tira fuerte”.

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Lo encontró un día en la calle. La puerta de una casa estaba abierta y a un costado, una familia entera veía a unos hombres retirar los muebles de la casa. Los muebles eran de lo más variado. Al lado de unos muy finos, otros parecían -si no lo eran- bancos de escuela. Uno de los chicos buscaba sin éxito un par de medias en un fichero de oficina atestado de ropa. La madre de las criaturas le pidió a otro de sus hijos que cerrara la puerta de la heladera. Se iba a descongelar la carne sino. En ese momento Matadura tuvo la sensación de estar en casa. Por el comentario de la madre quizás, o por la delicadeza de cómo -quien debía ser el padre de las criaturas- organizaba el mobiliario en la vereda. Después de ayudarlo a desarmar un catre, distinguió al lado del mastodonte blanco, una caja negra de casi cincuenta centímetros de altura. Cuando se sentó encima, advirtió que se trataba de un parlante. Un tremendo parlante. La familia terminó de cargar los muebles que entraron en una camioneta y tuvieron que dejar el resto en la vereda. Cuando los chicos celebraban que la mudanza hubiera terminado, Matadura se despidió de ellos con la mano. Para responder a los gritos de los chicos, creyó necesario levantarse y alzar el parlante con ambas manos. Eso fue lo que hizo. La camioneta se perdió al doblar en la esquina, y Matadura decidió subir el parlante al carrito. Sobre el parlante ubicó el pequeño paquete que llevaba en el dosruedas. Adentro de ese bolsito, llevaba cosas que recordaba eran importantes pero había olvidado cuáles eran.
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Matadura tuvo perro. Y el perro lo tuvo a él. Siempre que lo recuerda piensa que aprendió mucho de la bestia. No volvería a tener otro, y llora.

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Dije que Matadura de tan ligado a las cosas parece invisible, o algo así. Hay otra relación que lo vuelve aún más invisible, o mejor, más irreal: el dinero. Visto desde la realidad que el dinero distribuye en las personas, Matadura parece no tener consistencia. Así como a otros el dinero les otorga más realidad en poder, viajes, mujeres, a Matadura el dinero lo desmaterializa. Por eso resulta llamativo que cuando la sociedad, o los periodistas en nombre de ella, hablan de los problemas de delincuencia o pobreza coincidan en que son manifestaciones de “la dura realidad”. También hablan de la difícil realidad que les toca vivir a los pobres. Sin embargo, cualquiera que ve a Matadura pensaría más en su irrealidad social que en su realidad. Se equivocan de este modo aquellos que creen poner rejas por seguridad. Si lo hacen sólo pueden tratarse de su propia inseguridad. Debe preocuparles que Matadura, aún así, conserve algo de realidad. Todavía hay algo en él que resiste a volverse invisible.

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Matadura estuvo enamorado de Jovita, y cuando la recuerda, de alguna manera vuelve a estarlo. Lo que lo atrajo de ella fueron sus ojos, o el magma incesante que había en ellos. Eran -como alguna vez logró formularlo-, mareantes. Lo que a ella lo atrajo de él, fue la música, por lo fuerte. Después seguirían escuchando la misma música. Electrónica pero de la peor. Les gustaba el volumen, escuchar el volumen.
Se conocieron por casualidad y por el volumen. De alguna manera inexplicable, nunca se habían cruzado y los dos vivían en la plaza. La plaza no es grande pero tiene una parte elevada y sumado a los árboles y otros obstáculos, desde una esquina no se ve la otra. Como ninguno de ellos tampoco realiza grandes desplazamientos, jamás tuvieron oportunidad de cruzarse. Esto podría explicar porqué no se habrían encontrado antes, pero nada dice acerca de porqué se encontraron.
Decía el volumen, porque cuando una tarde Jovita escuchó tanto ruido decidió acercarse. Desde lejos sugirió, después pidió y después gritó a Matadura que subiera aquel caudal de energía. Pero debido al volumen y a la fascinación del objeto por primera vez en funcionamiento, Matadura nada escuchó. Así Jovita debió acercarse hasta apoyar su boca en la oreja de Matadura para que la oyera. Subí más, subí más, fue lo que dijo. Matadura sonrió y comió con la perilla la rosca que le quedaba. El parlante se sacudía en el piso. Parecía bailar. En cambio ellos, rodeando el bicho oscuro, permanecían inmutables. No necesitaban nada más. Jovita con los ojos cerrados sintió algo en los labios. Después anotaría en una de sus muchas libretas que las primeras palabras que Matadura le dijo, fueron un beso. Y era cierto.

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Lleva más de un año contar las hojas de un árbol. Cuando Matadura abandonó la cuenta lo hizo porque con saber eso le alcanzaba. No era necesario terminar la cuenta para dejar de contar.
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Cuando a un caballo se lo usa muchos días seguidos, y se descuidan sus horas de descanso suele aparecerle en el lomo una pequeña herida. A veces no llega ni siquiera a abrirse, sólo se ve un cuadradito donde perdió el pelo. Durante las horas que no está ensillado las moscan vendrán a posarse allí. Persistirán hasta horadar una ranura en el que depositarán sus huevos. El caballo no tiene más defensa que dar golpes secos con la piel y si la torsión del cuello le permite echar algún mordisco. En general suelen abandonar esa tarea rápidamente. El trabajo de las moscas es implacable. Y a los pocos días, el animal aparecerá agusanado. Habrá ganado en la certeza de esa herida, en la intermitencia de ese dolor, su reposo. En la ciudad no se conoce el nombre de estas heridas, no se sabe de caballos, nadie ve que en la piel existen mataduras.

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Una mañana de verano, Matadura vio bajar de un camión parecido al que trajo las rejas, una pila de sombrillas.



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