miércoles

La manzana cuadrada

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Lo que más le gustaba de Maia era justamente lo que más odiaba de ella: su equivocidad. Maia nunca era, o terminaba de ser. Cuando él pensaba algo de ella y podían ser las cosas más tontas -como por ejemplo sospechar que le gustaría tal película- Maia le mostraba de alguna manera que esa sospecha era equivocada. Maia desmentía sin saberlo todas las hipótesis que Auri imaginaba acerca de ella. Era una estrella titilante que no se dejaba capturar por ningún telescopio. Por eso no podía anticiparla o adivinarla en nada. Maia era puro acontecimiento. Para aprehenderla había que estar siempre cerca. La palabra justa sería circunbalarla. Si se estaba muy cerca de Maia se la ahogaba, y si te distanciabas se disolvía la frágil tanza que te unía a ella. Su imprevisibilidad obligaba a Auri a un trabajo constante. Cada vez que se encontraban, Maia -la hermosa- se había reformulado. Era siempre un objeto inédito que demandaba una nueva definición. Ser su novio era, por supuesto, agotador. Auri podría llamar su historia con ella, Las reediciones de Maia. Sin embargo, por mucho tiempo él sólo encontró paz en ese cansancio.

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La moto que está a unos metros de Auri es suya. Tiene hace unos meses una caja plástica blanca atada en la punta del asiento. Se la dieron en el trabajo para transportar la mercadería. Pizzas, empanadas y tartas. El papel aluminio que recubre el interior de la caja fue idea de Auri. Más para proteger el tapizado de la moto que para conservar la temperatura de los alimentos, los dueños aceptaron su sugerencia. La moto, una Honda Cross doscientos de cilindrada, tiene una ventaja con respecto a las demás. Al tener ubicada la salida del caño de escape elevada, su proximidad a la caja conserva la temperatura. Es más, si cuando llega al domicilio el paquete está frío porque frío se lo entregaron, Auri lo apoya un minuto o dos en el caño de escape y se lo entrega brasa caliente al cliente.

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Nadie se pone su propio apodo. Auri tampoco se puso el suyo. A quien se le presentó el nombre fue al kioskero que estaba a la vuelta del colegio. Sus amigos por estar demasiado cerca de él no lo habían visto. Y todos, Auri sobretodo, cuando lo escucharon por primera vez se dieron cuenta de jamás podría haber sido otro. Sólo él podía ser Auri.
Por esa época, se habían dado dos o más coincidencias. Auri escuchaba música electrónica de un género que recién aparecía y llamaban dub. Es una música que como toda la música está esencialmente ligada a los medios de producción. Se graba y se reproduce a volúmenes muy altos. Era justamente lo que Auri no le podía pedir a la tecnología atrasada de sus aparatos, que lo ensordecieran.
En un negocio vio lo que le faltaba para escucharla. Pensó que el mercado no podía ser más generoso con él. Poner ante sus ojos el objeto que deseaba: unos auriculares Panasonic con efecto envolvente. Envolvían no sólo la cabeza sino también las orejas de modo tal que aislaba un noventa por ciento del ruido exterior. Casualmente también, la distancia con la fecha de su cumpleaños era la necesaria para convencer a su padre que se los comprara. Y así fue, el dinero de su papá salvo la distancia que había entre lo que deseaba y lo que tenía. Durante muchas semanas sino meses, fuera del colegio Auri los llevaba puestos todo el día. Sólo le quitaba el efecto envolvente si quería escuchar a alguien. Por eso aquel día en el kiosko, el kioskero cansado de llamarlo por su nombre para entregarle el pancho recién hecho, le pidió a un amigo de él “si podía llamar a Auri”. Desde entonces, los demás y él mismo se conoce por el nombre Auri.


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Se podría pensar -Auri quizás estaría de acuerdo- que Maia nunca estuvo enamorada de él, sino de lo que él representa. Auri tampoco sabe si lo que él es, es en realidad distinto a lo que representa para los demás. Es más, si Auri se tropezara con su propia imagen es probable que se asuste o no se reconozca en ella. La leve cresta punk, el jean roto en las rodillas, la campera de cuero y una moto cross. Esto era todo lo que Maia amaba de él. Que esos atributos estuvieran reunidos en Auri, poco le importaba.
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Más de una vez se quemó con el escape. La mancha púrpura que tiene en la cara interna del aductor derecho se la hizo la segunda vez que se subió a una moto. Iba de acompañante. La moto era del padre de su mejor amigo. Ellos apenas llegaban los pies al piso. Al bajar apoyó un pie en el estribo y demoró la pierna derecha abrazada a la moto. La quemadura no fue inmediata. Es como si se hubiera organizado para imprimir bien su marca. Después de tomarse el intervalo que va de un segundo a dos, modrió el aguijón del ardor. Auri sintió que un bisturí con precisión quirúrgica le rebanaba un pedazo de carne. []El romance con Maia no podría haber durado. Atravesó un día cierto umbral. Ella justamente por haberlo franqueado no lo consideraba tal. Si había algo así como un límite era el que ubicaba Auri, intentando ordenar algo de lo que Maia ya había hecho. Y lo que Auri conocía de ese modo, no era algo de ella, sino algo acerca de él.En ella podría pensarse que fue tanto un arranque infantil e ingenuo como una tragedia. Entre cada dedo de ambas manos se puso una hojita de afeitar del padre y se rayó la cara. No se detuvo hasta que la sangre le empastó los párpados. Con el rostro empapado de sangre, advirtió que la sangre de la cara es más liviana y líquida que la del resto del cuerpo. Después entendería que la sangre es la misma, lo que introduce la diferencia es el corte. La piel fina de la cara no opone casi resistencia, por eso es tan líquida y ágil. Hermosa, digamos.
Maia se asustó de la realidad, no de lo que había hecho. La sangre había introducido demasiada realidad a lo que veía.Cuando se calmó -y esto no demoró mucho en suceder- quería saber algo. Si la sangre era la de su cara como ella había deseado, o si en realidad la sangre pertenecía a sus manos. Porque al apoyarlas en la cara, la sangre que había visto era quizás la de sus manos. No debería haber hecho eso, se reprochaba en el taxi que la llevaba a ella y a su madre espantada a la guardia del hospital. Y es cierto, debería haber bajado las manos para observar su obra. Y lo peor de todo, ella sabía que no lo volvería a repetir.

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En el repertorio de cicatrices por caídas de moto, Auri tiene algunas mucho más estimables que la quemadura. Pero la herida en el aductor no cicatriza y jamás cicatrizará del todo. Es una calle que no se termina de asfaltar. Cada mañana, arrastrado al baño por el primer pis del día, Auri observa que la herida le propone un color distinto. No es del todo un color, son variaciones. Púrpura, rojo opaco, naranja brillante, hasta verde azulado. El que más le gusta es -como se lo representa él- el violeta violento. Como en esa parte del cuerpo la superficie de la piel está despoblada de pelos, la herida se protagoniza. Lo amenaza con su afán de expandirse y desparramarse a otras zonas del cuerpo. Su curioseo. Auri sos carne, diría. Esa llama que fui antes de entrar en contacto con tu piel, la sigo siendo. Seguiré llameando mientras tenga oxígeno, y no preciso del tuyo. Voy a trascender a tu muerte. Y tiene razón. La herida está viva.

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Auri encuentra en su billetera un papelito que antes de tirarlo decide leer. La letra de Maia dice: “No lo puedo decir. Lo tengo enredado en la garganta. Desataría el nudo cortándome las cuerdas vocales. Es un chiste. No me juzgues, amame o dejame”. Recuerda que es lo último que oyó de ella. Mejor dicho que leyó. Se juntaron en la plaza, y en vez de hablar, Maia sacó un papelito del bolsillo. Vio la mirada de Auri concentrada en el papel. La estaba viendo a ella. Maia era ese pedazo de papel que él tenía en la mano. Y ella quería ver eso, cómo la miraba Auri cuando la veía. Cuando Auri alzó la vista Maia ya no estaba. Ya no estaría para siempre. No había venido a buscar una respuesta, vino a dejarle algo mucho peor, una pregunta.

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A la hora de la siesta, una hora imposible en la ciudad, Auri siempre logra armarse de un breve descanso en la plaza. Y si no lo consigue durante el horario laboral, lo hace cuando vuelve a apropiarse de su fuerza de trabajo. Ahí está, acostado en el pasto, en la posición que debe haber visto en alguna película. La mano derecha por debajo de la cabeza y el pie izquierdo con la rodilla levantada. Muy chongo, pensarán los que lo vean. A unos metros de distancia está estacionada la moto cross. Auri observa el elemento que interrumpe la belleza del bimotor: la caja plástica. Hace unos meses, cuando salía por la noche o estaba fuera del horario laboral, solía tomarse el trabajo de quitarla. En ese gesto sencillo sentía que recobraba su libertad. Ahora sin embargo, hace tiempo que no saca la caja. Y la moto pareciera haber cambiado de sustancia. Como cuando se pinta un auto de negro y amarillo. Deja de ser un auto y es un taxi. Del mismo modo, su moto ya no es la misma. Lo que antes para él era un medio de transporte, es ahora una herramienta de trabajo imprescindible. La relación de la moto con el dinero es otra, por eso su valor es distinto. Eso piensa Auri mientras la ve detenida y acostada igual que él en el pasto. Ese día también imaginó lo que debe sentir un obrero de planta que se ve por primera vez con el mameluco puesto.

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Para Auri, ella fue es y será, el nombre Maia y su lunar en el cachete derecho al costado de la nariz. Es injusto que la vez que se tajeó la cara haya perdido el lunar.




-en la ùltima se come la pizza Se sintió Dios(igual al padre, trasnportan mercadería que no es suya -en la ultima el padre en el taxi se va de vacaciones
-el taxista lleva a una adolescente ensangrentafa




DELIVERY

-escuchan la música fuerte

martes

La manzana cuadrada


Matadura recuerda el día en que una mañana despertó y vio que bajaban rejas y rejas de un camión. Pensó en la obstinación de la policía. Como no lo podían llevar preso, le traían la cárcel. Prisión domiciliaria, les gritó hasta cansarse a los empleados municipales que llevaban uniformes amarillos. A la hora del mediodía, compartió con ellos unas costeletas a la parrilla. Como pronosticaron en el almuerzo, la plaza en una semana quedó enrejada. A la noche, sentado solo en un banco ubicado en el centro de la plaza, Matadura imaginó por primera vez lo que debe sentir alguien que enreja su casa por temor a ser asaltado. Se sintió más poderoso que nunca. Si lo habían encerrado, como se encierra a un delincuente o a un animal salvaje, es por el daño que es capaz de cometer. Ese día entendió a los tigres del zoológico.


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El verano aquí es cada vez más verano. Del mismo modo que el invierno es cada vez menos invierno. Por otra parte o por esto mismo quizás, la primavera y el otoño, que siempre han sido vistas como estaciones de transición -como si tuvieran menos realidad que el verano y el invierno- de unos años para acá radicalizaron su esencia. Tanto es así que sus rasgos están adheridos al tránsito de un modo que es casi imposible advertirlos. Ver la primavera es tan difícil como contar las ventanas de un tren que ya se echó a andar. Y sin embargo, también podría decirse que ahora la primavera es más primavera que nunca. Y exige un plus de esfuerzo subjetivo para acertarla en ese declinar del invierno en el verano. Desde que esto sucede, cuesta llamarla estación. Tan esquiva al reposo y a detenerse es la primavera que quien la espera llegar ni siquiera la verá pasar. Por ello, es preciso leer poesía. La sensibilidad de los poetas, perturbada por el menor cambio, abre con su literatura caminos para conectar con la primavera o el recuerdo de ella. Adjetivándola como lo hacen ellos, uno empieza a adivinarla. La primavera es a veces sólo eso, un anticipo.
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Nadie agradece más que Matadura el leve cambio de temperatura que empieza a proponer el sol esta mañana. La variación es mínima e imperceptible. Ni los termómetros registrarán la diferencia. En cambio, para la percepción de Matadura se trata de un acontecimiento. Su cuerpo es capaz de ubicar los matices -y son muchos- que van de un grado a otro. Sabe que a veces cuando la temperatura asciende, está en realidad tomando envión para zambullir un descenso brusco. Por eso hace tiempo que no hace caso al consejo de los grados. La temperatura no está en los grados. Varía para cada uno. Sucede en esa relación entre los cuerpos. Si decimos que hacen tantos grados, es porque la temperatura se va haciendo en ese entramado de relaciones. Y en ellas, de un modo u otro, todos participamos.
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No mentiría si dijera que él forma parte de esas variaciones. Mejor dicho, está en ellas. Lo que es menos comprensible, es la cantidad de abrigo que lleva puesto en verano. Dos pares de medias, mínimo. Un jogging abajo del pantalón. Cubren su torso un número ya indefinido de remeras y camisetas. De quitárselas y ponérselas todas juntas sólo para higienizarse, esas prendas abandonaron sus particularidades de color y género. Conformar ahora una malla de tela de una sola pieza. Remite, sin exagerar, a las que se utilizaban en el Medioevo debajo de las armaduras de hierro.
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Hace ocho años Matadura duerme en la calle, hace cuatro en la plaza. Su susceptibilidad a las variaciones de temperatura, tienen que ver con una progresiva agudización sensible. Como suele decirse de los ciegos, que por perder el sentido de la vista mejoran la audición, en el caso de Matadura por perder el trabajo ganó en lo táctil.
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Son pocos los que además de Matadura, observan y sobretodo sienten, estas redistribuciones de sustancia. Esos desplazamientos ontológicos que los filósofos sospechan. Su vida a la intemperie le otorga este privilegio y condena. Una vida -la de Matadura- que está a la intemperie de todo. A las políticas sociales, para empezar. La desposesión lo liga íntimamente con lo exterior. Indisolublemente, para adverbiarlo. Por eso cuando se lo ve pasar el día entero sentado junto a su carrito sin franquear el perímetro de la plaza, se podría pensar que una vida no podría ser más aburrida. Sin embargo, sería ingenuo creer que Matadura está ahí o sólo ahí. Él está sucediendo en todo, en todo a lo que se supo asimilar. Desmantelado de sí, Matadura pertenece a las cosas. Es el pasto que la prepotencia de las bordeadoras municipales no logran domesticar en césped. Está en el subibaja quieto. En la hamaca que intenta acoplarse al faldeo del viento. Prende a las raíces que se intuyen a veinte metros del árbol del que parten. Y como si fuera poco sucede en las piedritas del sendero que organizan el paseo, en la arena seca y en la húmeda. Por eso a veces siente que es Dios.
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Los que ven a Matadura tienen la sensación de que la vida lo pasara por un costado. Y nada es más cierto. Es como si se circunscribiera todo el tiempo. Vivir para él es un bordearse constante desde el exterior. Por eso si lo tuviéramos que imaginar, deberíamos representarlo como un agujero. Ahuecado como todo agujero, Matadura es además objeto de todas las cosas. Cuando decíamos que la vida pasa por afuera de él, es entonces porque Matadura también vive fuera de él. Algo de esto deben también rozar los policías que repetidas veces intentan llevarlo. La fuerza con que Matadura se resiste a ellos pareciera no partir sólo de sus brazos y piernas. Pareciera que la plaza no quisiera desprenderse de él. Sería más fácil sacar un árbol. Es -como dijo en alguna de esas oportunidades un oficial- más difícil que mover el piso de lugar. Y su persistencia en la plaza es el argumento irrefutable de la relación que tiene Matadura con las cosas. Viéndolo se comprende sin advertirlo lo que los griegos llamaban phisis.
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A un costado suyo, además de la vida, siempre a una distancia que no supera el largo de su brazo, estará el carrito. Un tipo de carro que suele utilizarse para transportar valijas sin rueditas. Porque más que un carro es la forma de uno. Apenas unos fierros que organizan la arquitectura de un vacío. De este modo, el contenido transportable es tan amplio que sólo lo limita el peso que soportan las rueditas. Éstas suelen ser de materiales plásticos que se gastan rápidamente si se realizan largos traslados. Sin embargo, al desplazarse siempre apenas lo justo y necesario, Matadura prolonga su vida útil. Lo que ocupa casi todo el carrito es un parlante. Tiene la dimensión y potencia de un amplificador de bajo. Como le dijo el de la electrónica que lo arregló y le hizo la conexión para una radio portátil “este bicho tira fuerte”.

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Lo encontró un día en la calle. La puerta de una casa estaba abierta y a un costado, una familia entera veía a unos hombres retirar los muebles de la casa. Los muebles eran de lo más variado. Al lado de unos muy finos, otros parecían -si no lo eran- bancos de escuela. Uno de los chicos buscaba sin éxito un par de medias en un fichero de oficina atestado de ropa. La madre de las criaturas le pidió a otro de sus hijos que cerrara la puerta de la heladera. Se iba a descongelar la carne sino. En ese momento Matadura tuvo la sensación de estar en casa. Por el comentario de la madre quizás, o por la delicadeza de cómo -quien debía ser el padre de las criaturas- organizaba el mobiliario en la vereda. Después de ayudarlo a desarmar un catre, distinguió al lado del mastodonte blanco, una caja negra de casi cincuenta centímetros de altura. Cuando se sentó encima, advirtió que se trataba de un parlante. Un tremendo parlante. La familia terminó de cargar los muebles que entraron en una camioneta y tuvieron que dejar el resto en la vereda. Cuando los chicos celebraban que la mudanza hubiera terminado, Matadura se despidió de ellos con la mano. Para responder a los gritos de los chicos, creyó necesario levantarse y alzar el parlante con ambas manos. Eso fue lo que hizo. La camioneta se perdió al doblar en la esquina, y Matadura decidió subir el parlante al carrito. Sobre el parlante ubicó el pequeño paquete que llevaba en el dosruedas. Adentro de ese bolsito, llevaba cosas que recordaba eran importantes pero había olvidado cuáles eran.
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Matadura tuvo perro. Y el perro lo tuvo a él. Siempre que lo recuerda piensa que aprendió mucho de la bestia. No volvería a tener otro, y llora.

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Dije que Matadura de tan ligado a las cosas parece invisible, o algo así. Hay otra relación que lo vuelve aún más invisible, o mejor, más irreal: el dinero. Visto desde la realidad que el dinero distribuye en las personas, Matadura parece no tener consistencia. Así como a otros el dinero les otorga más realidad en poder, viajes, mujeres, a Matadura el dinero lo desmaterializa. Por eso resulta llamativo que cuando la sociedad, o los periodistas en nombre de ella, hablan de los problemas de delincuencia o pobreza coincidan en que son manifestaciones de “la dura realidad”. También hablan de la difícil realidad que les toca vivir a los pobres. Sin embargo, cualquiera que ve a Matadura pensaría más en su irrealidad social que en su realidad. Se equivocan de este modo aquellos que creen poner rejas por seguridad. Si lo hacen sólo pueden tratarse de su propia inseguridad. Debe preocuparles que Matadura, aún así, conserve algo de realidad. Todavía hay algo en él que resiste a volverse invisible.

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Matadura estuvo enamorado de Jovita, y cuando la recuerda, de alguna manera vuelve a estarlo. Lo que lo atrajo de ella fueron sus ojos, o el magma incesante que había en ellos. Eran -como alguna vez logró formularlo-, mareantes. Lo que a ella lo atrajo de él, fue la música, por lo fuerte. Después seguirían escuchando la misma música. Electrónica pero de la peor. Les gustaba el volumen, escuchar el volumen.
Se conocieron por casualidad y por el volumen. De alguna manera inexplicable, nunca se habían cruzado y los dos vivían en la plaza. La plaza no es grande pero tiene una parte elevada y sumado a los árboles y otros obstáculos, desde una esquina no se ve la otra. Como ninguno de ellos tampoco realiza grandes desplazamientos, jamás tuvieron oportunidad de cruzarse. Esto podría explicar porqué no se habrían encontrado antes, pero nada dice acerca de porqué se encontraron.
Decía el volumen, porque cuando una tarde Jovita escuchó tanto ruido decidió acercarse. Desde lejos sugirió, después pidió y después gritó a Matadura que subiera aquel caudal de energía. Pero debido al volumen y a la fascinación del objeto por primera vez en funcionamiento, Matadura nada escuchó. Así Jovita debió acercarse hasta apoyar su boca en la oreja de Matadura para que la oyera. Subí más, subí más, fue lo que dijo. Matadura sonrió y comió con la perilla la rosca que le quedaba. El parlante se sacudía en el piso. Parecía bailar. En cambio ellos, rodeando el bicho oscuro, permanecían inmutables. No necesitaban nada más. Jovita con los ojos cerrados sintió algo en los labios. Después anotaría en una de sus muchas libretas que las primeras palabras que Matadura le dijo, fueron un beso. Y era cierto.

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Lleva más de un año contar las hojas de un árbol. Cuando Matadura abandonó la cuenta lo hizo porque con saber eso le alcanzaba. No era necesario terminar la cuenta para dejar de contar.
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Cuando a un caballo se lo usa muchos días seguidos, y se descuidan sus horas de descanso suele aparecerle en el lomo una pequeña herida. A veces no llega ni siquiera a abrirse, sólo se ve un cuadradito donde perdió el pelo. Durante las horas que no está ensillado las moscan vendrán a posarse allí. Persistirán hasta horadar una ranura en el que depositarán sus huevos. El caballo no tiene más defensa que dar golpes secos con la piel y si la torsión del cuello le permite echar algún mordisco. En general suelen abandonar esa tarea rápidamente. El trabajo de las moscas es implacable. Y a los pocos días, el animal aparecerá agusanado. Habrá ganado en la certeza de esa herida, en la intermitencia de ese dolor, su reposo. En la ciudad no se conoce el nombre de estas heridas, no se sabe de caballos, nadie ve que en la piel existen mataduras.

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Una mañana de verano, Matadura vio bajar de un camión parecido al que trajo las rejas, una pila de sombrillas.



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